domingo, 26 de abril de 2009

Memorias de una visita


Villa Regina late. En el sentimiento profundo, en el recuerdo intacto, en la memoria fiel. En la presencia de un día como hoy, alto en la cumbre, con la panorámica mirada posarse sobre el fulgor de una ciudad que desde entonces remite al soplo de un aliento vital que nunca perderá vigencia.

Caminantes fuimos, uniendo sendas sin abandonarnos en esa iniciativa. El mapa vinculó tierras separadas y las convirtió en un solo encuentro con connotación de inolvidable. De tarde, de noche, de madrugada. También hubo amanecer con suaves golpes en la puerta a la hora en que el gallo canta; y un desayuno entre susurros silenciosos, mientras los ojos se perdían en la contemplación de imágenes que colgaban de las paredes. Como si allí nadie faltara.

Pasos y más pasos matizaron una jornada que por lo emotiva pasaría a formar parte de esos instantes preciados y significativos que otorgan a la vida el carácter de aura y misterio. Entre calles de tierra, árboles y barrancas, marchamos juntos; compartiendo nuestras circunstancias como si nunca nos hubiéramos apartado de ese estado de naturaleza que nos remite a la infancia.

Vida, siempre vida. Alrededor de una mesa, comiendo empanadas, recitando anécdotas, jugando con pequeñas piedras en el río, dándonos cuenta de que todos los momentos bien podrían reducirse nada más ni nada menos que a uno solo.

Si lo sabrá el indio, testigo predilecto de nuestra visita, que desde su omnipresencia busca obstinado hasta descubrir en las alturas certezas que en el llano no podrá encontrar. Como nosotros, que todavía hoy gustamos en alzar la vista en dirección al horizonte, donde seguramente hallemos argumentos para no detener el rumbo hacia algún distrito con aroma a porvenir.