lunes, 28 de abril de 2008

Visitando a María

"Un día me invitaron a caminar por ningún camino...
...y fue el mejor camino de todos"

(María)


Alguna vez soñé Regina. Soñé que la transitaba contemplándola y que a cada paso descubría toda la génesis de una aventura cuyos caminos, en tanto se mostraban a los transeúntes, abandonaban la condición de ser vacíos. Esos caminos, acaso, sean los que hayan formado parte de los senderos más preciados de María.

Regina tiene los aires de un lugar amurallado por la protección de las montañas, y es allí donde el tiempo ya no corre como sí en las grandes urbes. Vale la pena detenerse y alcanzar alguna cima, aunque sea por un rato, porque ese rato será eterno, mucho más si las nubes se ubican, apenas, por encima de nosotros.

Unas flores que llevé todavía resistían a pesar de tantos kilómetros andados; y así lo harían hasta llegar al nicho que las esperaba. Resucitaron en el calor de un hogar que fue la capital, no ya geográfica, sino ideal, de los sueños de una amiga. Esa morada, ahora, es el templo de imágenes latentes y de objetos llamados a ser ritualizados por sus nuevos dueños, que de ahora en más, mantienen intacta la memoria de quien ha vivido cada instante como si realmente fuera el último.

No sentíamos ni frío, ni miedo; mucho menos desamparo. Sólo amor de nuestros anfitriones, emoción profunda, teniendo la trascendente impresión de estar ante un momento inolvidable y significativo para nuestras vidas. Cada paso dado fue un abrazo sin distancia, un alivio que llevó el nombre de reencuentro.

Las anécdotas fueron y vinieron. Construir la historia, de eso se trata. Atando los cabos de un inicio, un desarrollo, pero nunca ingresando a los laberintos del final. Porque hay caminos que jamás terminan, aun ante las circunstancias dominadas por los reveses del destino...

Juntos fuimos hacia el río, lugar desde donde en muchas ocasiones supe que nuestra gran amiga vivía momentos de felicidad. No se cansaba de anunciármelo en sus veranos con connotación de esplendorosos. Y yo miraba...A ella, a mí, al entorno, descubriendo, de pronto, que todos comenzábamos a jugar con las pequeñas piedras arrojándolas al agua, sintiendo, en esos momentos, el extraordinario e inconfundible aroma de la infancia. Los más grandes, eran chicos; y los más chicos, también.

Todo el universo cabía en un suspiro. No podía creerlo. Pero era así. Nunca tan mínimos ante tanta inmensidad, nunca tan frágiles y fuertes - ambas cualidades a la vez - ante tanto mensaje ofrecido por la sabiduría de una naturaleza que se nos revelaba como inabarcable.

Lloramos todos. En la cima y en la base, con la infancia como aliada, esperando una sonrisa y logrando ese gesto de complicidad por parte de quienes todavía, desde sus primeros años, no conocen los misterios de la vida pero que, al mismo tiempo, pueden saber mucho más que sus adultos, generando así un asombro permanente que también supo llamar la atención de nuestra amiga.

La amistad es un lindo tesoro. Debe haber sido por ello que, bajo el sol de mediodía, llevé mis manos hacia el corazón, uniéndolas en una plegaria. Fue cuando la volví a encontrar y hablé con ella, como tantas otras veces antes y como tantas otras veces a partir de entonces. En perfecta comunión le ofrecí el regalo de mi visita eterna y la promesa del regreso.

Una voz me dijo, que allí, en su nuevo hogar, rodeada de montañas y más cercana al cielo, cabía concebir la idea de que nuestra querida amiga María se encontraba en todos lados. Al compartir esa atinada consideración, me siento en condiciones de poder dar fe de todo aquéllo...