lunes, 7 de abril de 2008

Palabras de Guillermo David

Nada, ni siquiera la filosofía, con dos milenios de reflexión sobre el destino, la tragedia y el ser-para-la-muerte, nos prepara para la muerte joven, bella, amante. Toda palabra es una palabra de más. Solo parece caber el silencio. Pero la palabra es el único modo, pobre remedo inútil, de mantener la memoria, esa especie de eternidad que los vivos conferimos a nuestros muertos.

María y Lucas eran jóvenes, bellos, se amaban.

María tenía un aura de misterio y sensualidad que cubría con una mirada intensa y una sonrisa enigmática, suave y alegre a un tiempo. Lucas era un muchachón recio, audaz. Estudiaba letras y tocaba el bajo en una banda de amigos.

Ambos cultivaron la amistad, la alegría y el amor. Andaban siempre juntos, pegaditos. Eran felices. Eran jóvenes, bellos, amantes.

María y Lucas se conocieron y al poco tiempo concibieron un hijo. No pudo ser.
La muerte los andaba rondando.

María era mujer de pocas palabras: el paisaje surero de su infancia sin duda la habitaba. Tal vez por eso, dándole escucha a esa voz íntima, ella, que, calladita, había elegido pensar, programó su tesis de habilitación en filosofía sobre el problema del lenguaje.

A solo tres días de rendirla, ella y Lucas, salieron a festejar.

Sabemos cómo termina esta historia.

María y Lucas, jóvenes, bellos, amantes, ahora, son inmortales.